Punto de partida
Hay cuatro momentos en mi vida en donde hubo situaciones que significaron en un momento específico la muerte, pero al final de cuentas, era tan sólo el nacimiento hacia una nueva etapa. El primero de ellos, a mis nueve meses de gestación, en donde vi la luz fuera del útero de mi madre y lloré - no me han contado que sucedió, pero asumo que llegué a este mundo como lo hacen todos los seres humanos: llorando, sin entender dónde estaba -. Aquello fue mi nacimiento, pero la muerte de la seguridad de estar con mi madre, pues tendría que comenzar una nueva etapa por mis propios medios.
El segundo momento que me marcó fue la muerte de la persona más significativa de mi infancia, un par de meses antes de aventurarme a lo que sería mi etapa universitaria: mi abuela materna. Un día miércoles el mundo se detuvo junto al corazón de mi abuela, y la prueba de admisión a la universidad que daba el domingo ya no tenía siquiera importancia. Busqué respuestas en el suelo de una iglesia, llorando en la soledad y el frío de una baldosa, pero no la encontré nunca, pues la muerte es tan sólo eso.
El tercer momento sucedió años después, cuando ya estaba terminando la universidad. Quien entonces era mi novio de ese periodo, la persona en la que había confiado mis alegrías y mis dolores, a quien había apoyado en toda adversidad a pesar de la dureza de las circunstancias, me dejaba el mismo día de navidad vía teléfonica. Teníamos proyectos en conjunto, y yo era leal a todo y proyectaba seguir compartiendo mi felicidad con él. Me arrebató el corazón. Era como si alguien hubiese metido la mano en mi tórax, la hubiese retorcido y, en un movimiento lento y doloroso, hubiese sacado mi corazón palpitante como un bulbo de sangre chorreante de dolor.
¿Que es lo que aprendí de todos estos momentos? Que la vida sigue, y que por mucho que haya una muerte momentánea, siempre vendrá un nuevo nacimiento de ese dolor.
Adelanté en un momento que las situaciones eran cuatro. La cuarta situación que hoy me convoca a escribir estas palabras es la más reciente y dolorosa, que diré sin rodeos y de manera directa: la muerte de mi hijo en gestación.
Hay palabras para el dolor que implica perder un padre, una madre, un esposo o una esposa, pero no hay palabras para indicar la pérdida de un hijo, pues es un sentimiento oscuro, horripilante y lleno de viscitudes que pocos desean siquiera explorar en un marco teórico. Y, peor aún, no existen palabras adecuadas para hablar sobre lo que implica un duelo perinatal, pues para el vulgo es un duelo de un anhelo, de algo que no existió, de algo que era nimio y fugaz, de una pequeñez y futilidad. Pero lo cierto es que tan sólo quienes somos los padres entendemos que este hijo que se ha muerto para nosotros no es un anhelo ni una proyección. Es un alma que vivirá en nosotros para siempre, y un dolor que jamás desaparecerá, pero con el cual aprenderemos a vivir estoicamente y que aparecerá en cada amanecer y atardecer en donde veamos algo de vida, pues es sangre de nuestra sangre, y su alma es imperecedera.
A través de estas páginas relataré algunas historias, pensamientos y sentimientos que irán surgiendo a lo largo de este periodo de duelo que estoy experimentando yo, junto con mi esposo. Podría hacer de esto algo privado, pero quedará escrito de manera pública, para quienes estén pasando por una situación similar vean que no están solos, y que en este planeta somos muchos quienes tenemos ángeles en el cielo a quienes lloraremos cada día de nuestras vidas.
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